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Los archivos, el poder y la paz

Quiero citar la voz de uno de los miles de testimonios que hemos recogido en nuestras investigaciones: el que así habla era un habitante de La Bonga, un caserío ubicado en la región de Los Montes de María, en el departamento de Bolívar.

Aquí había un caserío
Aquí era el campo donde jugábamos béisbol
Este era el colegio
Por aquí estaba una casita
Aquí daban hasta quinto año de primaria
Aquí se hacían las fiestas
Había que hacerlas de aquel lado
Venían de Mampuján, San Pablo, Palenque, San Cayetano, Las Brisas, Arroyohondo.
Colindábamos hasta allá, hasta Las Brisas, en donde hubo la masacre […].
[Uno de los que mataron] era el que ganaba el concurso del ñame más grande que se hacía en San Cayetano…

La Bonga es uno de los caseríos, veredas y municipios que fueron abandonados por sus pobladores, entre el 10 y el 11 de marzo del año 2000, tras la masacre ocurrida en la vereda Las Brisas, conocida como la masacre de Mampuján, en la que fueron sacados de sus casas al amanecer, torturados y asesinados en el campo, 12 campesinos acusados de ser colaboradores de la guerrilla, por parte de los paramilitares del Bloque Héroes de los Montes de María. De La Bonga hoy no queda nada. O quedan las fantasmagorías que describen las palabras de sus antiguos pobladores y que ellos llevan consigo, puesto que la memoria es siempre restos de algo. Tal como lo escuchamos en las palabras del hombre de La Bonga, los testimonios orales nombran las cosas en contemporaneidad con sus ruinas, señalándolas. No expresan solo el espíritu de quien las dice sino el de las cosas que ya no vemos. Una es la mirada del hombre que habla, pletórica de pasado; otra es la de quien escucha atentamente y reconoce la presencia y la realidad de lo que se nombra.

Sabemos que “el testimonio le transmite a la historia la energía de la memoria”, en palabras de Ricoeur. Por esa razón, en nuestro trabajo parecemos estar de algún modo llamados a testificar. Lo que ha pasado y está pasando aún en Colombia está exigiendo ser contado y repetido; no solo por sus víctimas, pues eso nos convertiría en espectadores de nuestro propio conflicto; sino también por nosotros, pues está exigiendo que nos convirtamos tambiénen testigos. La memoria del conflicto mira hacia el pasado y escucha; pero también mira hacia el futuro, y transmite de boca en boca; genera de las ruinas un sentido común, enraizado en el habla de las personas. Esta es también una manera de salvar el presente, que siempre se lleva la peor parte en la sucesión de la temporalidad, estrangulado entre el pasado y el futuro: si antes estábamos muy dominados por el pasado, hoy estamos muy exigidos por el futuro.

Aquí no estamos diciendo: “de eso no se habla”; ni decimos tampoco: “nuestra experiencia es innombrable”. Miles de testimonios orales demuestran que se puede hablar de todo, y que aun el silencio es elocuente. La pregunta es: ¿cómo transmitir esa experiencia, para que no sea nuestra memoria histórica simplemente un acumularse incesante de ruinas sobre ruinas, una memoria “tumbada” como la de los muertos de Rulfo?

La oralidad es la fuente en la que beben todas las narraciones, todas las historias. Un testimonio oral, para que sea capaz de ser transmitido de boca en boca tiene implícita una específica idea de memoria. Una experiencia como la nuestra parecería estar reclamando ahora mismo su narrador, su historiador, pero también testigos que sean capaces de transmitirla de boca en boca. Exige crear una comunidad de los que tienen el oído atento, es decir, de gente que sea capaz de escuchar.

Los archivos estatales

Otro tema importante es el de los papeles y documentos que produce un Estado y que se organizan en forma de expedientes. Uno podría preguntarse ¿qué poder tiene una hoja de papel para: los derechos humanos, los reclamos de las víctimas, y la documentación del conflicto?

Una hoja de papel, un papelito impreso tremendamente subversivo cayó en manos de Antonio Nariño. Este, un joven de fortuna, ilustrado, tuvo la osadía de traducir y publicar con sus propios medios ese papelito que había llegado a sus manos, cuyo contenido no era otro que la Declaración de los Derechos del Hombre y el Ciudadano, y que divulgado se convirtió rápidamente en un documento determinante para lo que sería la Independencia de la Nueva Granada y para la construcción de nuestro primer discurso anticolonial y democrático. Desde entonces conocemos el vínculo orgánico que existe entre el documento y la democracia.

Pero esta perspectiva tiene su contracara, pues ese mismo papel inauguró el expediente que se empezó a reunir en contra de Nariño y que determinaría su exilio por traición a la Corona Española y 16 años de prisión. Con lo que se demuestra que los archivos han fungido también como recurso del poder burocrático e imperial. El Foreign Office británico —para dar un ejemplo de magnitud enorme—, probablemente el más sistemático agente de documentación de los poderes coloniales, se convirtió en un factor fundamental de reproducción de la dominación colonial. Pero solo en 2012 supimos de las medidas que se tomaron en Inglaterra para evitar que esos archivos llegaran a manos de los gobiernos de las naciones independizadas del poder imperial. Una de las instrucciones indicaba: “Los archivos heredados no deben dejar tras de sí ningún material susceptible de observación. De hecho, la existencia misma de dichos archivos, aunque pudierasuponerse, nunca debe ser revelada”.

Producir información es producir poder. Ocultar información es establecer privilegios controlados para el abuso. Los sistemas policiales tratan a toda costa de exhibir información y conocimiento como recursos de presión sobre sus vigilados.

En una investigación que adelantaba sobre las sociedades masónicas de principios del siglo XX en Colombia, descubrí que la policía secreta seguía de cerca, entre otros, a los masones. Ritualmente anotaban los agentes: “Fulano entró a las 10am. Salió a las 12m.”. Los agentes secretos probablemente no lograban saber nada de lo tratado en las muy cerradas sesiones masónicas, pero su control de los horarios y los itinerarios creaba una imagen de fragilidad en los vigilados que les permitiría a los policiales obtener más información usando el miedo como recurso.

Sobre los archivos pesan prohibiciones, restricciones y otras barreras de orden político o normativo, pero también en circunstancias especiales pueden estar sometidos a amenazas directas de destrucción: no dejo de mencionar, cuando abordo estos temas, lo que sucedió con el Archivo del Ministerio de Gobierno de Colombia cuando su titular, en 1967, decidió declarar técnica pero también simbólicamente “archivo muerto” a gran parte del archivo de 1949 a 1958 que documentaba precisamente el período de la Violencia. Era una manera gráfica de matar la memoria de la Violencia.

El universo de los archivos, como todo el universo de la memoria, es un campo de disputas. Son evidentes por ejemplo las tensiones entre las reservas que se producen frente al acceso a los archivos para proteger el poder o los poderes, y la necesidad en muchas ocasiones de limitar el uso de los documentos con miras a la protección de los derechos. En suma, los archivos son recursos de poder, pero también pueden ser recursos para el ejercicio de los derechos de las víctimas.

En momentos de turbulencia revolucionaria los archivos del poder en crisis pueden ser destruidos al calor de la ira popular contra los opresores. Eso hubiera podido pasar con los archivos de la Stasi, la policía secreta del regimen comunista en la RDA, tras la caída del muro, pero para fortuna de las víctimas y de la sociedad alemana del futuro, los activistas sociales que se tomaron estas instalaciones decidieron no destruir sino, por el contrario, proteger los archivos que a la postre servirían de base para documentar la subordinación de los individuos al gran aparato represivo y burocrático, ahora en ruinas.

Si el Foreign Office montaba un sistema de control de los territorios coloniales, la Stasi se revelaba como un gran sistema de control de los ciudadanos. Lo que quiero subrayar con esto es que las tareas asociadas a los archivos conciernen no sólo a individuos u organizaciones sino a sociedades enteras.

Por eso también, como una medida de salvamento, se entrega la custodia de estos materiales a figuras o instituciones de alto poder simbólico. En estos días los llamados Archivos del Terror del Paraguay, descubiertos en 1992 por una ONG, fueron entregados en copia a las Naciones Unidas y al Papa Francisco.

Podremos hablar de plena democracia en materia de archivos cuando los expedientes creados para la represión sean transformados en fuentes para el esclarecimiento de las atrocidades cometidas y el restablecimiento de la dignidad atropellada, y cuando las prohibiciones y las alambradas, cuya creación a menudo se impulsa desde los poderes estatales, se forjen para garantizar el cumplimiento de su deber de proteger a las víctimas, y no para facilitar y estimular la impunidad de los perpetradores de flagrantes violaciones de los derechos humanos.

 

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