¿Cerrará sus puertas el Archivo Histórico de la Policía Nacional de Guatemala?

Por: Ricardo Cruz

No son buenos los tiempos que vive actualmente el Archivo Histórico de la Policía Nacional de Guatemala. Un verdadero “golpe de suerte” permitió su descubrimiento, en 2005, y desde entonces se convirtió en uno de los sitios documentales de derechos humanos y para la memoria histórica más emblemáticos de América Latina. Pero hoy, una serie de decisiones adoptadas este año por el gobierno de ese país centroamericano tienen sumido en la más completa incertidumbre a los responsables de este proyecto.

Los traumatismos comenzaron en agosto de este año con la destitución de quien fuera su director por muchos años, Gustavo Meoño Brenner, “una decisión totalmente dirigida por el gobierno”, tal como lo sostiene. Con su salida, añade, comenzó a materializarse el riesgo que siempre rodeó el trabajo del Archivo desde que abrió sus puertas al público, en 2009: que el Estado interviniera para impedir o restringir el acceso a información vital para la búsqueda de la verdad, la justicia y la reparación de cientos de miles de víctimas que dejó un conflicto armado de más de 30 años en Guatemala.

En el caso de Meoño Brenner, la destitución fue el inicio de una tragedia personal aún más profunda. “Decidí salir de Guatemala. Es difícil, claro. Yo salí al exilio cuando tenía 18 años de edad y volver a estas alturas de la vida a esa situación pues no es fácil”, confiesa. Desde su puesta en funcionamiento, el Archivo Histórico de la Policía Nacional de Guatemala ha sido actor clave en por lo menos 14 procesos judiciales adelantados por graves violaciones a los derechos humanos cometidas durante el conflicto armado interno: los fiscales han hecho uso de los documentos del Archivo y las pruebas documentales allí encontradas han servido para condenar a penas severas a los responsables de estas violaciones, entre ellos varios altos mandos militares.

Paradójicamente, este aporte a la justicia le significó al Archivo y al propio Gustavo Meoño Brenner terminar en nuevos líos judiciales. “Ya perdí la cuenta de cuántas querellas y denuncias penales recibí en mi contra. Ninguna de ellas ha prosperado por falta de sustento real, pero ninguna está clausurada, todas abiertas y marchando”, explica Meoño, quien reconoce que por su condición de director del Archivo y la notoriedad que con ello alcanzó “pues de alguna manera me significó contar con un entorno de apoyo. Pero cuando soy destituido eso cambia y las causas penales comienzan a acelerarse a través de mensajes, de avisos, de amenazas. Realmente mi decisión de salir de Guatemala tiene un carácter preventivo, tampoco he recibido amenazas explícitas ni he sufrido ningún tipo de agresión, en eso soy muy claro, pero sí se convierte en una presión muy fuerte, diaria y permanente, que se extiende incluso hasta mi familia”.

Ahora, desde tierras extranjeras, permanece atento al futuro del Archivo que, por lo pronto, se avizora bastante oscuro.

El hallazgo: la génesis del Archivo

Desde su particular hallazgo, en el año 2005, el Archivo se ha convertido en actor clave en procesos judiciales adelantados por violaciones de derechos humanos durante el conflicto armado. Foto: Vanessa Reyes.

Luego de un proceso de paz que inició con diálogos exploratorios en 1986 y continuó con el inicio de negociaciones formales en 1991, el 29 de diciembre de 1996 se firmó en Ciudad de Guatemala el Acuerdo de Paz Estable y Duradera. Ese día, los grupos guerrilleros que conformaron la Unidad Revolucionaria Nacional Guatemalteca (Urng) y el Estado pusieron fin a una confrontación armada que duró más de tres décadas y dejó más de 200 mil víctimas, el 90 por ciento de ellas indígenas.

El Acuerdo contempló un vasto programa de reformas políticas, sociales y económicas nunca antes visto en Guatemala. En él se planteó la necesidad de reformar la justicia, el sistema electoral y las Fuerzas Militares; emprender acciones tendientes a consolidar la paz mediante el respeto por los derechos humanos; reparar, dignificar y valorar la cultura de las comunidades indígenas afectadas por las confrontaciones; garantizar la reinserción de los insurgentes en la vida social y política del país; mejorar las políticas educativas y de productividad del agro guatemalteco, entre otras.

Entra las reformas mencionadas se destacó la creación de una institucionalidad de carácter civil que se hiciera cargo de la seguridad ciudadana e interna, hasta ese entonces, en manos de los militares. Así, el gobierno de Guatemala suprimió la llamada Policía Nacional, la Guardia de Hacienda y la Policía Militar Ambulante (PMA), que durante los años de la confrontación armada fueron reiteradamente señaladas por familiares de víctimas y organizaciones no gubernamentales como responsables de graves violaciones a los derechos humanos, para darle paso a la Policía Nacional Civil (PNC), la Secretaría de Análisis Estratégico (SAE), la Secretaría de Asuntos Administrativos y de Seguridad de la Presidencia (SAAS).

El proceso de paz también motivó la creación de una comisión cuya misión fuera esclarecer, de manera clara y objetiva, las causas y las consecuencias de la guerra. La iniciativa fue suscrita por los negociadores de la Urng y del Estado en Oslo, Noruega y arrancó labores formalmente en 1994, dos años antes de la firma del Acuerdo.

La Comisión de Esclarecimiento Histórico (CEH), como se denominó la iniciativa de memoria, consignó en su mandato que no individualizaría responsables, que las investigaciones no serían vinculantes con lo judicial y tampoco se derivarían de allí sanciones políticas o penales. Ello le valió muchas críticas por parte de sectores no gubernamentales. No obstante, una buena parte de la sociedad guatemalteca acogió como digno de toda confianza lo documentado en el informe final de la CEH, titulado Guatemala: memorias del silencio y presentado públicamente en febrero de 1999.

Allí se señala que, para entender el conflicto armado interno, hay que remontarse al periodo de las dictaduras militares que iniciaron en este país casi desde el mismo momento de su indenpencia, en 1821, y se extendieron hasta 1941, situación que dejó profundas heridas en la cultura política local. Explica el informe que luego, hay que comprender el contexto internacional propio de la guerra fría que llevó a grupos de estudiantes, maestros, militares disidentes, obreros y campesinos, optar por la vía de las armas como respuesta a los distintos gobiernos –entre ellos varios militares- que hubo entre las décadas de los 60 y prinicpios de los 80, quienes hicieron de la lucha anticomunista el leiv motiv del Estado guatemalteco.

El informe también detalla el naciemiento de las Fuerzas Armadas Revolucionarias (FAR), el Ejército Guerrillero de los Pobres, la Organización Revolucionaria del Pueblo en Armas, quienes se unieron en 1982 para crear lo que se conoció como la Unidad Revolucionaria Nacional Guatemalteca (Urng). Según la CEH, el fortalecimiento de las guerrillas también derivó en la radicalización del modelo de lucha contrainsurgente, siendo el periodo comprendido entre 1978 y 1985 el pico más alto de la confrontación armada.

“Durante este periodo se cometieron la mayor cantidad de violaciones a los derechos humanos e infracciones al D.I.H, expresadas en masacres, violencia sexual y ejecuciones extrajudiciales, entre otras, contra la población civil en especial indígenas y campesinos, por parte de los grupos guerrilleros y, en mayor medida, el Ejército y los grupos paramilitares. En este periodo se incentivó la creación y consolidación de las PAC (patrullas de autodefensa campesina) que adoptaron entre otras, la política de tierra arrasada, que consistía en masacres y exterminio de aldeas de supuestos colaboradores de la guerrilla”, consignó la CEH en su informe final.

Con todo y ello, entre los guatemaltecos quedó una sensación de vacío e impunidad con relación a las actuaciones de las Fuerzas Militares, principalmente en lo referente al papel de la PMA, la Policía Nacional y la Guardia de Hacienda, entre otras cosas porque el gobierno nacional siempre negó que existieran archivos o soportes documentales donde cada una de estas dependencias detallara cada una de sus tareas, misiones, operaciones, cadenas de mando, entre otros.

“La Comisión no tuvo acceso a los archivos”, recuerda Gustavo Meoño Brenner, quien señala además que “la CEH presentó su informe, que está contenido en 12 tomos y en el tomo 12 dedica 65 páginas a reproducir las cartas dirigidas al Estado: al Presidente, al Vicepresidente, al Ministerio de Defensa, en fin, pidiendo acceso a los archivos. Y en todos los casos la respuesta era: no hay archivos. Esa era la práctica reiterada de los organismos de seguridad del Estado: negar la existencia de los archivos”.

Pero un hecho fortuito, una mezcla de suerte y fortuna, terminó por derrumbar la mentira sostenida por décadas por los organismos de seguridad del Estado: sí existían archivos. Y en abundancia. En julio de 2005, mientras realizaban una inspección en un vetusto edificio en las afueras de ciudad de Guatemala donde las comunidades denunciaron la presencia de explosivos, funcionarios de la Procuraduría de los Derechos Humanos descubrieron numerosos folios apilados a la intemperie.

Se trataba del archivo correspondiente a la documentación histórico-administrativa de la Policía Nacional de Guatemala: más de 60 millones de folios que según Meoño medían más de siete mil 900 metros lineales y que contenían registros oficiales de este cuerpo policial desde finales del siglo XIX hasta su desaparición, en 1997. Un hallazgo que resultó fundamental para quienes, aún después de la firma de la paz, aguardaban por algo de verdad, justicia y reparación.

Desde ese mismo día comenzó una titánica tarea por salvar los documentos que pudieran rescatarse para luego clasificarlos, digitalizarlos y posteriormente, estudiarlos. Finalmente, sólo 21 millones de documentos lograron salvarse. Y con ellos inició un proceso que ha permitido a familiares de víctimas del conflicto acceder a algo de verdad y justicia y que, incluso, ha sido de gran utilidad para los exagentes de la Policía Nacional.

“Hay una cantidad muy importante de usuarios que son exagentes de la Policía Nacional y sus familiares. Por razones administrativas. Exagentes que llegan diciendo: ‘llevo años tramitando mi pensión y no me la dan porque me acusan que yo no entregué tal papel’. O viudas que llegan diciendo: ‘hace 10 años me mataron a mi esposo y me dicen: tráigame tal documento y yo creo que puede estar aquí’. Eso es constante y nos da muchísima satisfacción cuando podemos ayudar a un expolicía”, asegura Meoño.

Una labor titánica

El Archivo Histórico de la Policía Nacional de Guatemala reúne información histórico-administrativa elaborada por este cuerpo policial por más de un siglo. Foto: Vanessa Reyes.

Gustavo Meoño Brenner no fue ajeno a las pasiones revolucionarias que sacudieron a las clases populares y estudiantiles guatemaltecas. En 1968, en plena flor de su juventud y convencido que debía comprometerse con el momento histórico de su país, coadyuvó a fundar el llamado Ejército Guerrillero de los Pobres, organización insurgente que conformó la Urng, donde militó por 25 años. En 1993, en pleno desarrollo de los diálogos de paz, abandonó la lucha guerrillera para unirse a la Fundación Rigoberta Menchú, organización creada por la reconocida líder indígena y Premio Nobel de Paz para trabajar por la defensa de los derechos humanos en toda América Latina.

Y allí estuvo como activista de derechos humanos hasta 2005, hasta el día en que los funcionarios de la Procuraduría de los Derechos Humanos hallaron el Archivo Histórico de la Policía Nacional: “A la Fundación la llamaron para que se hiciera cargo del Archivo. Y a mí personalmente me pidieron que me hiciera cargo de la recuperación de todos esos documentos. Y acepté totalmente convencido de que era una gran oportunidad para la memoria histórica del país”.

La labor de recuperar y archivar tamaña cantidad de documentos no fue tarea fácil, tal como lo recuerda Meoño Brenner. “Tuvimos que empezar desde la ignorancia total. Ser exguerrillero no era la mejor credencial para manejar un archivo. Por eso nos propusimos que ese archivo se convirtiera en una gran escuela de formación en archivística. Algunos, sobre la marcha, se pusieron a estudiar el único curso de archivística que se dicta en Guatemala, pero yo diría que la profesionalización la hemos ido alcanzando en el manejo del día a día del Archivo”.

No exagera en ello. El conocimiento adquirido en el manejo de los millones de documentos que conforman el Archivo Histórico de la Policía Nacional, le ha permitido a Meoño Brenner recorrer el mundo entero para contar su experiencia personal, destacar la importante labor que cumplen los archivos en contextos de vulneraciones masivas a los derechos humanos y dejar una que otra lección sobre cómo acercarse a este sorprendente mundo de datos, cifras, nombres y fechas que en muchas ocasiones parecen informaciones inconexas.

“Hay mitos que son importantes desterrar, porque hacen mucho daño: el primero de ellos es que los archivos de seguridad no existen. Existen, ¡siempre! Los archivos constituyen un cierto elemento de honor, de orgullo. Es la evidencia de que el militar cumplió con su misión. El otro mito es que sólo son útiles los archivos de inteligencia, de operaciones militares, los que tienen que ver expedientes, prontuarios. Y no. Se subestima la importancia de los archivos administrativos. Esos son invaluables, porque es el día a día. El otro mito es el de la prueba reina, que existe un archivo que lo prueba todo. Ese es otro mito que hay que desterrar, porque hace mucho daño”.

El Archivo abrió sus consultas al público en 2009, cuatro años después de su hallazgo. Para aquel entonces, Meoño Brenner y su equipo de trabajo habían logrado digitalizar una cantidad significativa de documentos y elaborar una base de datos con un millón 300 mil nombres, gracias a los nombres contenidos en las fichas elaboradas por la desaparecida Policía Nacional.

“Para permitir el acceso al público tuvimos que resolver un profundo dilema: si debíamos o no restringir el acceso a la información, el derecho a la verdad histórica versus el derecho a la intimidad”, menciona el exdirector del Archivo.

“Guatemala es un país en el que, de manera sistemática, desde la invasión de los españoles hasta el día de hoy, el sistema, el que sea, le ha negado el acceso a la información a la población. Pero en 2008 se aprobó una ley de libre acceso a la información. Una ley bastante progresista. Esta ley dice en su artículo 24 que toda información generada por la administración pública que puede estar relacionada con eventuales violaciones a derechos humanos no debe ser objeto de ningún tipo de reserva o censura. A raíz de esa ley decidimos acceso irrestricto a la información. Por supuesto que hay riesgo que alguna información puede afectar el nombre de algunas personas”.

Desde entonces, el Archivo Histórico de la Policía Nacional de Guatemala se convirtió en fuente obligada de consulta de funcionarios judiciales y del Ministerio Público; de estudiantes universitarios e investigadores sociales, de periodistas, abogados, historiadores, sociólogos. Pero, fundamentalmente, de víctimas del conflicto armado, quienes acuden con la ilusión de hallar en esos documentos algo de verdad, justicia, reparación. “Hemos descubierto que el acceso a la información tiene un valor reparador profundo. Las catarsis que se producen son impresionantes. Y lo sabemos, tenemos un cubículo aparte para que la gente se siente tranquila”, agrega Meoño Brenner.

El descubrimiento del Archivo Histórico también permitió llenar los vacíos que dejó el informe de la CEH Guatemala, memoria del silencio. “El archivo histórico corrobora lo que la Comisión (de Esclarecimiento Histórico –CEH) estableció, llenó vacíos que tiene el informe, incluso permitió avanzar en nuevas temáticas ya impulsadas por la CEH. La Comisión estableció algunos casos emblemáticos y otros casos ilustrativos, construidos a partir del testimonio de las víctimas. A la comisión le tocó trabajar mucho con el testimonio de las víctimas. Y varios casos ilustrativos, construidos con testimonios de las víctimas, después son corroborados por los archivos. Pero más que casos, los archivos corroboran patrones de actuación”.

Un futuro que preocupa

El Archivo también se ha convertido en sitio obligado de consulta para académicos, investigadores sociales, estudiantes universitarios, periodistas, entre otros. Foto: Vanessa Reyes.

Si bien el Archivo Histórico de la Policía Nacional de Guatemala lo componen documentos elaborados por una entidad estatal que ya no existe, la propiedad del mismo es del Estado, “pero el gobierno nacional nunca ha dedicado un centavo del presupuesto público para el sostenimiento del archivo. Pero sí acepta que la cooperación internacional sostenga el proyecto. Y eso lo logramos a través del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (Pnud). Por eso era que los casi 80 trabajadores que estábamos allí estábamos pagados por el Pnud”, asevera Meoño.

Sin embargo, el convulsionado ambiente político que vive hoy Guatemala tiene en vilo el funcionamiento de este importante sitio documental dedicado a la memoria histórica, que ha recibido múltiples reconocimientos por sus valiosos aportes a la verdad, la justicia y la reparación.

“Después de mi destitución, otras personas también han sido destituidas; les quitaron los contratos al equipo completo, es decir, unas 80 personas. El Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo –PNUD- que era la entidad que nos contrataba, sólo ofreció a los funcionarios del Archivo la opción del voluntariado. No hay ninguna certeza. Todo es inestabilidad, incertidumbre, fragilidad permanente. A un grupo de 23 compañeros no les han pagado su sueldo desde agosto. Todas son señales muy negativas y preocupantes sobre el futuro”, aclara.

Pero las preocupaciones de Meoño Brenner van más allá: “El archivo ha funcionado hasta ahora con una institucionalidad muy precaria. Por un lado, es un archivo que depende del Estado, pero éste nunca ha asumido la responsabilidad financiera que corresponde y el archivo ha tenido que funcionar con recursos de la cooperación internacional. Pero siempre ha estado latente el riesgo de una intervención del Estado para impedir o restringir que el archivo cumpla con su función y su papel en relación con la justicia, la reparación. Ese es el principal temor y preocupación”, sostiene quien fuera hasta hace poco el guardián del principal archivo de derechos humanos de toda América Latina.

A raíz de se ese complejo panorama, la organización Archiveros sin Fronteras Interancioanal emitió una declaración sobre la situación del Archivo Histórico de la Policía Nacional de Guatemala (AHPN) tras la decisión del Ministerio de Cultura de ese país y del Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD Guatemala), de que sea este último organismo el que gestione las consultorías de apoyo al AHPN. (Descargue aquí la declaración)

El fin de un hombre bajo observación

Lo último que escuchó Gabriel Jaime Santamaría fue la voz de un joven que lo saludó al entrar a su oficina. “Doctor Santamaría”, dijo el visitante. El entonces vicepresidente de la Asamblea Departamental de Antioquia y diputado por la Unión Patriótica (UP) revisaba en ese momento varios documentos y hablaba por teléfono. Al oír las palabras, levantó la mirada y vio a un muchacho vestido de saco y corbata, quien llevaba un maletín de cuero en su mano izquierda y en la derecha una subametralladora Ingram que le apuntaba a la cabeza. Un rafagazo puso fin a su vida.

Lo que vino después fue la rápida reacción de los escoltas del diputado, adscritos al Departamento Administrativo de Seguridad (DAS), que tenían la responsabilidad de protegerlo. Sus armas le apuntaron al sicario Marco Antonio Meneses, de veinte años de edad, quien no intentó fugarse. Solo esperó a que lo mataran. Su cuerpo recibió varios disparos, entre ellos un tiro de gracia en la cabeza. Los hechos sucedieron en pocos minutos y en uno de los recintos más custodiados del país, la Asamblea Departamental de Antioquia.

Su esposa, Consuelo Arbeláez Gómez, supo del asesinato a las tres y cincuenta de la tarde. A esa hora sonó el teléfono en su casa y una voz al otro lado de la línea le dijo: “señora, acaban de matar a don Gabriel Jaime”. Era la secretaria de la Presidencia de la Asamblea. Lo que vino después fue una veloz carrera hacia el recinto en el vehículo que tenía asignado por razones de seguridad. La vida al lado de su esposo también le generaba riesgos.

Mientras la señora avanzaba en medio del caótico tránsito de viernes en la ciudad, cientos de curiosos se iban agolpando en los alrededores de la Asamblea Departamental, preguntándose qué había pasado. Fue tanta la gente que se aglomeró que cuando ella arribó al lugar tuvo dificultades para ingresar al recinto y subir las escalas que la conducían a la oficina de su esposo, situada en el segundo piso, donde yacía el cuerpo sin vida del Diputado por la UP. Su mano izquierda, inerte, se aferraba al teléfono.

Aquella tarde del 27 de octubre de 1989 la intolerancia política que vivía el país cobraba una nueva vida. Ya era evidente el plan criminal y sistemático contra dirigentes, integrantes y simpatizantes de la UP, movimiento de izquierda que surgió como resultado de las negociaciones de paz que adelantaba el gobierno del entonces presidente Belisario Betancur Cuartas (1982-1986) con la guerrilla de las Farc.

Es esa época, las conversaciones entre los voceros del gobierno nacional y del grupo insurgente avanzaban y se concluyó que la creación de un movimiento político era el mejor camino para consolidar ese proceso e impulsar la plataforma ideológica de las Farc. Fue así como en marzo de 1985 cobró vida la UP. Cientos de líderes políticos de izquierda, provenientes de diversas tendencias ideológicas, vieron en esa nueva organización una opción para plantear sus ideas y concretar lo que tanto habían soñado: un país más democrático, justo e incluyente, donde el desarrollo llegara a las zonas más alejadas del centro del país, y de paso se abandonaran las armas como instrumentos de lucha política.

Desde mediados de 1969, el nombre de Gabriel Jaime Santamaría aparece en informes de organismos de seguridad del Estado debido a su activismo político. Cortesía: Albumes de memoria y narraciones visuales. Galería Unión Patriótica. Luisa Santamaría.

En su estreno, las urnas arrojaron datos muy alentadores para la UP. En las elecciones legislativas y presidenciales de 1986 sus candidatos conquistaron concejos y asambleas en varias regiones del país. Entre los ganadores estaba, justamente, Santamaría, quien obtuvo su curul en la Duma de Antioquia, donde fue nombrado vicepresidente. Dados esos resultados, el entonces presidente Virgilio Barco (1986-1990) les otorgó 16 alcaldías, pero lo que vino después, cuando se intensificó la lucha electoral, fue la expresión macabra de la “guerra sucia” contra todos los que hacían parte del nuevo movimiento político o, simplemente simpatizaban con ellos. Desde diversas regiones del país se difundían noticias de asesinatos y atentados contra hombres y mujeres que se habían adherido a este movimiento.

En aquellos años soplaban fuertes vientos contra las expresiones de izquierda civilista que se estaban abriendo camino en el país. Diversos sectores sociales, económicos y políticos, incluidos algunos de carácter estatal, temían perder sus privilegios y vieron en la UP una amenaza a sus intereses. Entonces se activó un dispositivo criminal que tenía como objetivo eliminar la mayor cantidad de militantes, simpatizantes y colaboradores de la nueva fuerza política. A todos se les sindicaba, extrajudicialmente, de ser cercanos a la guerrilla de las Farc. Se estima que por lo menos 3.600 personas perdieron la vida de manera violenta.

Santamaría estaba entre ellos. Su condición de liderazgo, su visión política y sus convicciones ideológicas, gestadas inicialmente en las Juventudes Comunistas (JUCO) y fortalecidas en el Partido Comunista Colombiano (PCC), lo llevaron a impulsar la creación de la UP en Antioquia, convirtiéndose en su presidente regional. Pero la situación de seguridad para los activistas de izquierda era compleja, tanto organismos de seguridad del Estado como grupos paramilitares los observaban constantemente, como los leones a su futura presa.

En la plaza pública, Santamaría se expresaba con convicción. Así quedó registrado en un audio grabado en 1984 en el municipio de Remedios, Antioquia, durante una jornada nacional por la paz convocada por el Partido Comunista y la UP: “Desde la plaza de Remedios, y ante la bandera nacional de la república de Colombia y el heroico campesinado del nordeste, les decimos, sin reforma agraria que entregue la tierra al campesino que la trabaja no hay paz en Colombia. Y estamos seguros que la paz en Colombia no va a ser la graciosa concesión de un presidente por bien intencionado que él sea. La paz en Colombia es el producto de la lucha incesante del pueblo colombiano que ha puesto centenares e incluso, miles de muertos, porque los muertos han sido del pueblo, obreros, campesinos, guerrilleros, policías y soldados. Por eso, porque el pueblo ha puesto los muertos, queremos decir ¡viva la paz democrática en Colombia!”.

Y justo por ese tipo de discursos, muy cercanos a la gente del campo, es que líderes como Santamaría eran considerados “enemigos” por paramilitares, políticos, empresarios, terratenientes, industriales y narcotraficantes. Cuatro años después de aquella intervención pública, se gestó en esa región antioqueña, rica en oro, una fuerza lúgubre, autodenominada Muerte a Revolucionarios del Nordeste, que bajo el auspicio del cacique del Partido Liberal César Pérez García perpetró una masacre el 11 de noviembre de 1988 en el vecino municipio de Segovia, que dejó 43 muertos, muchos de ellos militantes y simpatizantes de la UP.

Santamaría fue uno de los políticos de izquierda que impulsó en Antioquia el fortalecimiento de la Unión Patríotica. Cortesía: Albumes de memoria y narraciones visuales. Galería Unión Patriótica. Luisa Santamaría.

“Luego de la masacre, la represión contra la población fue muy dura. La Unión Patriótica tenía mucho respaldo en la zona, no solo en Segovia, también en Remedios y Zaragoza. Por esa razón, cualquier poblador de esos municipios era considerado guerrillero. Al pasar por un retén militar no podíamos decir que éramos de esos municipios. Si la cédula era de alguno de esos lugares era un indicio de que se pertenecía a la UP. Eso fue una estigmatización muy fuerte”, recuerda una defensora de derechos humanos que, aún hoy, prefiere ocultar su identidad.

Uno de los pocos criminales que tiene registros escritos sobre lo ocurrido a Santamaría es el exjefe paramilitar Diego Fernando Murillo Bejarano, alias ‘Don Berna’. Los detalles de su versión fueron conocidos el 19 de abril de 2015 durante una diligencia judicial adelantada por investigadores de la Fiscalía General de la Nación en el penal F.D.C. de Miami, Estados Unidos. Ese día leyó fragmentos de sus escritos, en particular uno, titulado «Los Suizos»:

“Los hermanos Fidel y Carlos Castaño lo declaran objetivo militar al considerar que estaba al servicio de sus más acérrimos enemigos, las Farc, guerrilla de corte comunista (…) Carlos después de analizar cuál es la mejor forma de acabar con la vida de Gabriel Santamaría toma la decisión de hacerlo a través de un suicida, recluta para ello a un joven de Itagüí, municipio perteneciente al área metropolitana de Medellín, nombre Marco Antonio, una persona con el valor y arrojo y dispuesto a perpetrar dicha acción (…) Carlos lo entrenó durante varios días en Montecasino, el cuartel general de las autodefensas en Medellín (…) También había reclutado a varios escoltas del DAS encargados de escoltar al Diputado, convenciéndolos que les hacía un servicio a la paz, además, recibían como incentivo una gruesa suma de dinero. Los detectives le informan todos los movimientos que hace el señor Santamaría, incluyendo su esquema de seguridad (…) Un crimen perfecto, no hay pistas, nadie investiga nada, en ese momento la UP es el enemigo del país”.

Directivos, bases políticas y simpatizantes estaban en la mira de quienes los consideraban “sus enemigos”, Santamaría entre ellos. El acoso era letal. Antes de su muerte, sufrió por lo menos dos ataques, el primero de ellos el 3 de julio de 1985. Ese día sicarios balearon su vehículo y le ocasionaron heridas de poca gravedad; el segundo sucedió el 17 de diciembre de 1987, cuando dos desconocidos dispararon contra el vehículo en el que se desplazaba y le arrojaron una granada, ocasionándoles graves heridas a él y al conductor, un viejo amigo de militancia política.

Dada la situación de inseguridad que los rodeaba, Santamaría no vivía con su esposa y sus dos hijas. Los riesgos que corrían los hizo separarse. Se veían esporádicamente y a escondidas. Justamente momentos antes de sufrir el último atentado, salía de visitar a su familia. Durante cinco años sobrevivió de hotel en hotel y en casas de amigos. Quienes querían asesinarlo, no le perdían la pista, siempre estaba bajo observación. Y las amenazas, que venían de tiempo atrás, persistían.

La esposa de Santamaría, Consuelo Arbeláez Gómez, se convirtió en un gran soporte afectivo y político en los momentos más duros del exterminio de la UP. Cortesía: Albumes de memoria y narraciones visuales. Galería Unión Patriótica. Luisa Santamaría.

“Yo tenía una lista de casas de amigos”, recuerda Consuelo. “Muchos, incluso, no militaban en el Partido Comunista, simplemente nos ayudaban. Lo llevaba de un lado a otro para evitar que lo mataran”. Por recomendación de ella, así como de amigos y de las directivas del PCC, estuvo varias veces fuera del país. Pasó por México, Alemania Democrática, Cuba y la Unión Soviética, pero siempre regresaba. Ella recuerda cómo le aliviaba su migraña verlo salir en un avión hacia algún destino en el extranjero, pero también cómo le angustiaba su regreso.

Vivir solo fuera del país, agobiado por el riesgo que corría su familia y las condiciones que padecían sus compañeros de causa política, no era su opción de vida. Confiaba en que soplarían vientos a favor. En el último retorno y semanas antes de su muerte se expresaba ilusionado: “Tenemos todos los días el alma destrozada por la muerte de los mejores amigos y compañeros, pero tenemos optimismo de encontrar la luz al final de este oscuro túnel”.

Sin duda era alguien que veía con ojos de esperanza aquello que otros se obstinaban en mostrar con total fatalismo. Pero así era él, un soñador, inspirado tal vez en las tonadas de su padre, el maestro de música Jaime Santamaría. Animado por ese optimismo, regresó por última vez al país. Según el periodista Roberto Romero Ospina, volvió “para organizar la campaña presidencial de su amigo del alma, Bernardo Jaramillo, y ser suplente en un escaño para el Senado”. Pero la persecución sin tregua que padecía la UP también se llevó por delante a Jaramillo: fue asesinado el 22 de marzo de 1990.

La ráfaga disparada contra Santamaría silenció la vida de un espíritu rebelde que se forjó en la agitada década del sesenta, cuando el futuro líder del PCC apenas llegaba a la mayoría de edad. Sus lecturas sobre el marxismo-leninismo, los viajes de estudio a diferentes países de Europa Oriental y a la Unión Soviética, la agitación social y política en América Latina, y las eternas conversaciones sobre estos temas con su esposa, sus amigos y contertulios forjaron su camino político.

Sus intereses académicos también estaban puestos en las ciencias exactas, por lo que se matriculó en el programa de Química de la Universidad de Antioquia en 1965. En esos años, el activismo estudiantil era intenso, las protestas contra las políticas estatales que afectaban la educación pública bullían en todo el país y Santamaría se había convertido en un protagonista de primera línea, destacándose por sus discursos emotivos y su capacidad de convocar a los jóvenes.

“En esa época la juventud era muy rica ideológicamente”, dice su esposa. Para esa época, ella estaba dedicada al “teatro revolucionario” interpretando a dramaturgos marxistas. “Yo hacía parte del club obrero-estudiantil de integración juvenil”, recuerda. Ambos coincidieron en la JUCO, donde forjaron una profunda relación que combinó amor y política por más de veinte años.

Este político de izquierda se destacó por sus férreos discursos a favor del campesinado colombiano. Cortesía: Albumes de memoria y narraciones visuales. Galería Unión Patriótica. Luisa Santamaría.

Los estudios de Química terminaron abruptamente para Santamaría en 1968 cuando fue expulsado de la universidad por liderar asambleas estudiantiles. Su inquietud académica no se frenó allí. Pese a que este centro de estudios envió referencias académicas negativas a diversas instituciones públicas de educación superior en el país para que no lo admitieran, la Universidad Autónoma Latinoamericana decidió recibirlo y se matriculó en el programa de Ingeniería Industrial.

Este centro de educación superior, fundado en 1966 por un grupo de docentes y estudiantes que abandonaron la Universidad de Medellín en rechazo a la pésima calidad académica y el maltrato de las directivas, se convirtió en espacio de reflexión crítica sobre temas políticos, sociales, culturales y económicos, y se nutrió de diversas corrientes ideológicas, lo que enriquecía las discusiones académicas, el activismo y la protesta social. Allí también se destacó Santamaría, no solo como estudiante, sino como docente.

Para finales de la década del sesenta y comienzos del setenta, estaba dedicado a sus cursos de ingeniería, pero también a trabajar con distintos sindicatos en el país. El compromiso con la clase obrera era profundo. Su esposa recuerda que “él era de la corriente de académicos del Partido”, lo que le permitía entablar diálogos con diversos sectores sociales y participar en agitadas movilizaciones. En un semblante escrito a propósito de la conmemoración de los 25 años de su asesinato, Romero Ospina resaltó su paso de la JUCO al PCC a mediados de la década del setenta, “donde descolló con fuerza llegando a ser dirigente regional y a quien se le veía en todas las comarcas”.

Pero los tiempos de agitación social y política traen consigo una labor sistemática de vigilancia y control por parte de funcionarios de organismos de seguridad del Estado sobre quienes se destacan en las marchas callejeras, en los mítines estudiantiles y obreros, así como en las actividades políticas y académicas en las que se abordaban temas relacionados con la evolución del comunismo internacional. Investigadores infiltrados en huelgas, centros educativos, sindicatos, partidos político de izquierda, organizaciones barriales y asociaciones campesinas, entre otras, redactaban informes secretos, incluso a mano, que describían no solo los hechos, sino los discursos y quiénes los pronunciaban. También recogían los volantes que se repartían en las calles promoviendo la revuelta social. Todo ese material se iba acumulando en las oscuras oficinas del DAS, la Policía e Inteligencia del Ejército.

Sendos informes de esos que hoy se encuentran archivados en diversos repositorios son testigos silenciosos de las tareas encomendadas a los investigadores policiales y militares. Uno de esos documentos, fechado el 2 de junio de 1969 y elaborado por el Grupo de Orden Público del Departamento Administrativo de Seguridad (DAS), Seccional Antioquia, ofrece una visión clara sobre las órdenes que recibían los investigadores. (<a href=»https://verdadabierta.com/wp-content/uploads/2018/02/Archivo-UP-Santamaria.pdf»>Descargue el informe</a>)

Como hombre de izquierda, Santamaría fue un activo dirigente y llevó la voz de las comunidades a todos los escenarios políticos. Cortesía: Albumes de memoria y narraciones visuales. Galería Unión Patriótica. Luisa Santamaría.

“En cumplimiento a la orden verbal impartida por la Jefatura de Orden Público de esta repartición relacionada con identificar a los elementos que participaron como activistas y agitadores en el reciente problema y disturbios estudiantiles efectuados en esta ciudad, se adelantaron averiguaciones encaminadas a tal fin”.

El documento lo elaboraron cinco detectives, quienes firmaron solo con la huella del dedo índice y se identificaron con los números 1812, 2032, 2000, 2206 y 1322.

Consuelo, la esposa del diputado asesinado, recuerda aquellos años. “A nosotros nos allanaban cada rato. Buscaban siempre documentos, pero nunca encontraron nada en nuestra casa”. Ambos estaban ya bajo observación y seguimiento desde finales de la década del sesenta por los organismos de seguridad del Estado. De hecho, uno de los resultados de aquella tarea investigativa adelantada por el DAS fue la reseña de Santamaría:

“GABRIEL JAIME SANTAMARÍA MONTOYA, C.C. 8238231 de Medellín, nació el 20 de noviembre de 1946 en Medellín, el día 31 de mayo de corriente año cuando participaba en una manifestación estudiantil programada por los consejos de las Universidades Nacional y Antioquia; SANTAMARÍA MONTOYA portaba la bandera de EE.UU. gritando abajos a Rockefeller, a la cabeza de un grupo de estudiantes que respondían animadamente los gritos haciendo un recorrido por las principales calles de la ciudad. La policía disolvió el tumulto e impidió que el pabellón fuera quemado. No se estableció la universidad a la cual pertenece. Ha sido retenido varias veces por su activa participación en mítines violentos”.

La tarea encomendada a los cinco detectives era una reacción a las expresiones de rechazo de diversos sectores sociales, sindicales, estudiantiles y políticos a la visita del entonces gobernador del estado de New York, Nelson Rockefeller, a Colombia, como parte de una gira por varias naciones de América Latina, en representación del presidente Richard Nixon. La visita generó múltiples protestas, con saldos trágicos en algunos países y cancelación de la agenda en Venezuela, Perú y Chile, por considerarla inconveniente.

El sentimiento de rechazo en Medellín quedó consignado en multitud de volantes y pequeños órganos informativos, como Eco Sindical, producido por el Sindicato de Trabajadores de Empresas Públicas de Medellín. El 16 de mayo de 1969, días antes de la visita divulgaron su punto de vista: “En América Latina se levanta un poderoso movimiento antimperialista que ya no se detendrá nunca, hasta la derrota final y definitiva de los monopolios norteamericanos”. Este tipo de arengas estimulaban a las juventudes que salían a las calles.

Facsímil del documento donde aparece reseñado el nombre de Gabriel Jaime Santamaría. Archivo del proyecto Guerra Sorda.

Pero los efectos represivos que impuso el entonces presidente de la República Carlos Lleras Restrepo (1966-1970) fueron bastante drásticos en ciudades como Bogotá y Medellín, donde se registraron intensos disturbios. En la capital antioqueña piquetes de la Policía dispararon de manera indiscriminada contra los manifestantes. Para contrarrestar las protestas, el gobierno ordenó a la fuerza pública tomarse los campus de la Universidad Nacional, en la capital del país, y la Universidad de Antioquia. Ambas cesaron actividades durante mes y medio.

En el recuerdo de la esposa de Santamaría está aquella toma de la Universidad de Antioquia por parte de las autoridades. “Para esa época el campus era abierto, no tenía mallas, y los estudiantes se habían congregado en varios bloques, dispuestos a no dejarse sacar. Los militares la tenían rodeada y se temía que los mataran. La noticia le llegó a Jaime, el papá de Gabriel Jaime, y se fue hasta allá y conversó con uno de los oficiales al mando de la operación. A través de un megáfono llamaron a Gabriel Jaime para que saliera, que allí estaba su padre. Y él salió, a regañadientes”.

Pero el activismo del futuro diputado no paró allí, por el contrario, se fue consolidando poco a poco dentro del PCC, hasta llegar a cuadros directivos del partido. Desde esa posición privilegiada y ya finalizando la década del setenta se embarcó en un proyecto de gran envergadura: mostrar el rostro de los guerrilleros de las Farc a distintos sectores políticos tradicionales de Antioquia y hablar de la dejación de armas. “Lo hizo mucho antes que se dieran los diálogos con el presidente Belisario Betancur”, afirma su esposa.

Santamaría tenía buenas relaciones con células guerrilleras en el Urabá antioqueño y allí viajaba constantemente a hablar de paz. Una de las fotos, rescatada por su hija, Luisa, para el proyecto “Álbumes de memoria y narraciones visuales. Galería Unión Patriótica”, muestra a su padre con un guerrillero y a su lado Fabio Valencia Cossio, líder político del Partido Conservador en Antioquia. La imagen tiene un escrito a mano: “Diálogos de acercamiento con las Farc Urabá con invitados especiales”.

A la par de sus visitas a los campamentos a hablar de paz, comenzaron a llegar los panfletos amenazantes. “Eran frases escritas con letras de periódicos”, recuerda Consuelo, y se lamenta de no haber guardado uno de esos volantes. Pero también se intensificaron los seguimientos de los organismos de seguridad del Estado y de aquellos que se oponían a cualquier diálogo con las Farc.

Santamaría creía en la paz y por ello gestionaba acercamientos con la guerrilla de las Farc en Urabá, a donde llevaba invitados para que conocieran de cerca a la insurgencia. En la foto, a la derecha, Fabio Valencia Cossio, dirigente en Antioquia del Partido Conservador. Cortesía: Albumes de memoria y narraciones visuales. Galería Unión Patriótica. Luisa Santamaría.

Eran los tiempos del Estatuto de Seguridad impuesto por el presidente Julio César Turbay Ayala (1978-1982) a través del Decreto 1923 del 6 de septiembre de 1978 al amparo del estado de sitio, que se sustentaba en la alteración del orden público y la seguridad ciudadana. La decisión estatal reforzó los conceptos del “enemigo interno”, les otorgó amplias funciones y facultades a los organismos de seguridad del Estado, permitió que civiles fueran juzgados en tribunales militares a través de los llamados consejos de guerra verbales y endureció las penas de cárcel a quienes participaran en manifestaciones estudiantiles, paros cívicos y huelgas.

La “amenaza comunista” cobró nuevos bríos y todos aquellos que promovían sus ideas eran considerados “elementos peligrosos”. Además, el Estatuto de Seguridad promovía la participación ciudadana en las tareas de la fuerza pública, lo que puso un ingrediente conflictivo en las relaciones personales y se incrementó la desconfianza colectiva. Los gremios económicos reforzaron esas ideas: “Queremos hacer explícito reconocimiento de la obra reparadora de las Fuerzas Armadas, que en su encargo de defender la nación, deben tener el apoyo solidario y permanente de todos los estamentos sociales”, registró el diario El Tiempo el 3 de marzo de 1979.

Los abusos en los que incurrieron las fuerzas de seguridad del Estado comenzaron a recibir críticas de diversos estamentos, incluidos militares en retiro, altos prelados de la Iglesia Católica y Senadores de la república. La medida del estado de sitio y, por ende, el Estatuto de Seguridad, fue desmontada en junio de 1982, dos meses antes del fin del gobierno de Turbay Ayala. Atrás quedó una estela de torturas y desapariciones forzadas.

Con la llegada de Belisario Betancur a la Casa de Nariño el 7 a agosto de 1982, se impuso un discurso radicalmente contrario al de Turbay Ayala. Se abrieron las expectativas por una solución negociada a la confrontación armada con las guerrillas y proliferaron por todo el país las “palomitas de la paz”. Las actividades de Santamaría en los campamentos guerrilleros se vieron avaladas, lo que estimuló aún más su trabajo político, adhiriéndose a la UP como cuota del PCC. Corrían nuevos aires y la visión optimista de este líder político se fortalecía.

Pero el aire se fue viciando con la inconformidad de sectores políticos, económicos y estatales, sobre todo de militares y policías, quienes se sintieron respaldados por los nacientes grupos paramilitares en el Magdalena Medio, y se inició la cacería contra todos los que tuvieran relación con la UP. En medio de esa zozobra, Santamaría recibió sus primeros escoltas, y sus últimos cinco años estuvo bajo cuidados de los organismos estatales, pero también bajo observación, tal como lo reportaron en sus informes a finales de los sesenta.

Imagen del cuerpo del dirigente de la UP tras ser acribillado por un sicario enviado por paramilitares en acuerdo con el DAS. Cortesía: Albumes de memoria y narraciones visuales. Galería Unión Patriótica. Luisa Santamaría.

«Yo desconfiaba mucho de los escoltas”, dice ahora Consuelo. “Fue tanta mi preocupación por Gabriel Jaime que alguna vez me dijeron que yo era más escolta que los escoltas, situación que preocupaba a mi esposo, quien decía que yo era demasiado dura con ellos”. Su inquietud aumentó días antes del asesinato, cuando le cambiaron un escolta. “El que llegó no me gustaba”, recuerda.

Y sus sospechas se hicieron realidad aquella tarde del 27 de octubre de 1989, cuando el sicario Marco Antonio Meneses, protegido por el personal de escoltas del DAS, ingresó al recinto de la Asamblea Departamental, pasó los controles de ingreso sin ningún problema, subió al segundo piso y sin asomo de vacilación apuntó a la cabeza del diputado Santamaría y descargó una ráfaga con la subametralladora Ingram.

El cuerpo del líder político de la UP fue velado durante tres días en la Asamblea y luego, bajo una intensa lluvia, llevado en su última marcha callejera por el centro de la ciudad hasta el cementerio San Pedro, donde lo despidió su familia, junto a sus amigos más cercanos y sus correligionarios. Así llegó a su fin un hombre que desde muy joven estuvo bajo observación. Un cielo gris y lúgubre extendía un sombrío augurio sobre el futuro del país.

Esta crónica hace parte del libro “Memorias: 12 historias que nos deja la guerra”, una iniciativa de Consejo de Redacción y la Fundación Konrad Adenauer. Invitamos a leer todas las historias en la versión digital del libro.

Este documento es producido por VerdadAbierta.com con base en archivos tomados del Proyecto Guerra Sorda (CODI, UdeA, 2014)

“El Estado construye enemigos porque le son funcionales”

Por: Ricardo L. Cruz

Han pasado casi 50 años desde que Sánchez visitó por primera vez Moscú, por aquellos años capital de la llamada Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS). Algunos pormenores de ese viaje aún los recuerda con claridad: las fuertes discusiones entre sus compañeros militantes de la universidad sobre la pertinencia de asistir a ese encuentro; el poco dinero con el que contaba, por lo que se vio obligado a pedirle prestado a un amigo que estaba en Francia para pagar su última noche de hotel; y, sobre todo, los problemas que tuvo en migración para salir del país una vez se enteraron que partía a tierras rusas.

Y ese estigma que pesaba en la década de los sesenta sobre aquellos que viajaban a aquel país se traslucía en seguimientos por parte de organismos de seguridad del Estado. Todos, en especial los activistas estudiantes, estaban bajo sospecha y González era uno de ellos. Su nombre aparece registrado en un acta fechada el 26 de agosto de 1969 y titulada “Síntesis de la reunión en la Junta de Inteligencia Nacional”.

Durante décadas, documentos de este tipo estuvieron rotulados bajo el sello de “secreto”, pues recogían las actividades de seguimiento, investigación y espionaje de quienes estaban encargados de observar a todas aquellas personas consideradas amenazas contra la seguridad nacional y que participaban en actividades consideradas “sospechosas”.

Y con ese tono de “amenaza a la seguridad nacional” se reportaron, en esa acta las reuniones efectuadas por “el antisocial José Domingo Vega –alias Alma Negra- (sic) para insistir en la necesidad de eliminar a todas aquellas personas que colaboren con las autoridades en el suministro de información”; las actividades proselitistas de los sindicatos de las Empresas Municipales de Cali y la Hidroeléctrica Anchicayá; los movimientos de varios integrantes del Partido Comunista Colombiano; y el viaje de Gonzalo Sánchez a la Unión Soviética.

Sobre el exdirector del Centro de Memoria Histórica (CNMH) se escribió: “Con motivo de la celebración en Moscú próximamente de una reunión denominada ‘amistad revolucionaria colombo-soviética’, durante el transcurso de la semana pasada viajó una delegación heterogénea con el objetivo de asistir y participar en la misma, de la cual hacen parte los siguientes elementos: Gonzalo Sánchez, estudiante de derecho de la Universidad Nacional, en representación de la organización ‘Frente de Estudios Sociales –FES-’, quien viajó el pasado 16 de agosto por la empresa Air France”, se lee al final del documento.

Una década agitada

Gonzalo Sánchez lleva más de una decada liderando, desde la oficialidad, los procesos de memoria en Colombia. Fotos archivo particular y revista Semana.

“Vea usted: ‘me mamaron gallo’ con una plática para una imprenta, que a eso fui a Moscú; llegué vaciado y con una anotación en los expedientes de los organismos de inteligencia”, recuerda Sánchez, quien no puede contener la risa al evocar, ya con la serenidad propia que otorga el paso de los años, todo lo ocurrido en ese agosto de 1969: “Estábamos en plena Guerra Fría. Y en ese marco, todo contacto, así fuera político, intelectual, lo que fuera, con la Unión Soviética, era motivo de una gran sospecha”.

Para finales de la década del sesenta del siglo pasado los países latinoamericanos eran simples piezas de un entramado geopolítico que se disputaban, desde todos los frentes de lucha posibles, los Estados Unidos y la Unión Soviética. Eran los tiempos en que ambos bloques competían por llegar primero a la luna mientras en diferentes partes del mundo apoyaban, abierta o clandestinamente, revoluciones o golpes de Estado.

La guerra en Vietnam, el triunfo de la revolución en Cuba y las masivas marchas estudiantiles en Europa constituían los principales ejes de discusión entre una pléyade de universitarios, académicos e intelectuales latinoamericanos ansiosos de transformaciones.

Y Colombia no era la excepción. No se podía debatir sobre el desmonte del Frente Nacional, la apertura de la democracia, la redistribución de la tierra y la necesidad de una verdadera reforma agraria sin poner de presente la realidad centroamericana, las tensas relaciones entre chinos y soviéticos, los gobiernos militares en el sur del continente, las insurgencias que crecían como espuma en la América Latina, las persecuciones y la fuerte estigmatización de la que comenzaban a ser objeto los sindicalistas, los maestros y los estudiantes de universidades públicas en el país.

Eran los tiempos en que un puñado de sacerdotes católicos y cristianos predicaban desde sus púlpitos la necesidad de combatir la explotación del hombre por el hombre; los años en que Estanislao Zuleta y el cura Camilo Torres cautivaban a las masas estudiantiles con su potente oratoria; la época en la que la Universidad Nacional era una verdadera ciudadela sin mallas que la encerraran, donde frecuentemente daban charlas escritores de la talla de Julio Cortázar y Mario Vargas Llosa; el momento en que los universitarios creían en la lucha armada.

Ese era la efervescencia que le tocó vivir a Sánchez cuando ingresó, en 1965, a la Universidad Nacional para cursar estudios de Derecho: “Tenía 20 años en ese entonces. Y como todo muchacho de provincia, quería estudiar en la Universidad Nacional. En ese entonces que estaban cobrando importancia otras universidades públicas, que luego fueron importantes, como la de Antioquia, la UIS (Universidad Industrial de Santander), la del Valle. Estas universidades se convirtieron en foco de todos los activismos”.

Este académico, cuya preparación y experiencia lo llevó a ser en el 2011 el primer director del CNMH, entidad estatal encargada de preservar y reconstruir la memoria histórica de este país, no vacila en afirmar esos centros de educación superior “también fueron un semillero de revolucionarios que después se fueron ‘pa’l monte’. Simplemente había una coincidencia espacial: coincidieron en un mismo lugar y al mismo tiempo el dinamismo cultural, el dinamismo político, el dinamismo académico y los focos revolucionarios”.

Sánchez no fue ajeno a las dinámicas que rodearon su formación. Al poco tiempo de ingresar a la Universidad Nacional se vinculó al Frente de Estudios Sociales (FES), organización estudiantil de una gran heterogeneidad en su composición, pues agrupaba estudiantes de Derecho, Medicina, Ingeniería y demás, pero de un gran unanimismo en su proyección ideológica.

“Lo que pasa es que, en esa época, el discurso de los grupos revolucionarios en general era imitación de los movimientos chinos o de la Unión Soviética. Entonces, en la escala de los enemigos estratégicos (porque así hablábamos), siempre aparecían en primer lugar los terratenientes y el imperialismo. Para nosotros, los grandes poderes imperialistas del mundo eran los enemigos. Y para el FES, la Unión Soviética hacía parte de esos poderes imperialistas”, detalla el hoy exfuncionario.

Y Agrega: “En ese entonces se pensaba mucho lo que pasaba internamente a la luz de lo que pasaba en el continente. Entonces, uno como colombiano que estaba metido en estos debates, leía mucho sobre lo que pasaba con la Unión Soviética, leía muchísimo sobre lo que estaba pasando en China. La mirada y los discursos eran muy internacionales”.

Inteligencia contrainsurgente

Seguimientos a Gonzalo Sánchez
Gonzalo Sánchez también ha estudiado diversos movimientos como el movimiento masónico de principios de siglo XX en Colombia. Foto: archivo Semana.

Pese a que la realidad soviética hacía parte de sus tertulias habituales, Sánchez no había contemplado viajar a la entonces potencia comunista. Hasta ese agosto de 1969. “La verdad, me sorprendió mucho la posibilidad de hacer ese viaje porque el FES era un lugar de convergencia de distintas orientaciones políticas, todas muy antisoviéticas de hecho. Fue muy sorprendente que la Juco (Juventudes Comunistas) le comunicara en ese momento al FES que tenían un cupo para ir a ese encuentro. Y hubo una discusión sobre si debíamos ir o no”, recuerda.

La discusión se zanjó a favor del viaje y el elegido fue Sánchez, a quien le encomendaron una misión especial: “Como éramos un grupo estudiantil que publicábamos unas revisticas que se llamaban ‘Publifes’, que fueron muy importantes en su momento para el debate, pues ahí publicamos cosas sobre el debate agrario, sobre los temas que se trabajaban mucho en esa época, sobre si ir o no a elecciones; entonces, la tarea mía era muy simple: ir a conseguir apoyo, recursos, para una pequeña imprenta que nos permitiera desarrollar la tarea de comunicaciones y de debate público, así ellos supieran que teníamos una línea antisoviética”. Al final la gestión no dio resultado pues, como él mismo recuerda con algo de humor: “me mamaron gallo’ con la plática para la imprenta”.

Tiempo después se enteraría que su salida del país fue anotada por los servicios de inteligencia del país, hecho que la verdad no le causó gran sorpresa: “Uno sabía que eso era parte del cotidiano: los seguimientos. Uno sabía que era seguido y más si uno estaba en estos grupos como el FES. Esas eran las cosas que, en su momento, uno tenía que aceptar: ‘eres de izquierda, eres perseguido’”.

Y no exagera en su apreciación. Por aquellos años, las labores de inteligencia corrían por cuenta del ya desaparecido Departamento Administrativo de Seguridad (DAS), dependencia creada por el presidente Alberto Lleras Camargo en 1960, luego de las recomendaciones formuladas por la “Misión Estadounidense de Investigación en Seguridad”, tras su visita al país a finales de la década del 50 del siglo pasado.

Entre tales recomendaciones figuraba transformar radicalmente el Servicio de Inteligencia de Colombia (SIC), creado en 1953 por el general Gustavo Rojas Pinilla cuando estuvo en el poder (1953-1957). Esta agencia nació, a su vez, por presión de los norteamericanos, que buscaban que los países latinoamericanos adoptaran y crearan servicios de inteligencia y seguridad lo suficientemente profesionales para para coordinar y optimizar labores de espionaje y contrainteligencia en tiempos de postguerra, donde el comunismo emergía como el nuevo gran enemigo del mundo occidental.

Si bien Rojas Pinilla les imprimió el carácter contrainsurgente a los servicios de inteligencia, razón por la cual los objetivos de seguimiento y espionaje eran los agitadores, los obreros, los campesinos y los grupos estudiantiles, dicha labor era realizada por agentes no profesionalizados, en ocasiones exbandoleros reconocidos, quienes fueron acusados en no pocas ocasiones de estar asociados a actos de violencia política.

Una vez depurados y reorganizados los servicios de inteligencia a través del DAS, esta agencia se dedicó, además de la investigación criminal y el control de extranjería, a la puesta en conocimiento de rumores que se conseguían a través de informantes entre la población, la relación de las personas que hacían viajes a países comunistas o que podían tener historial subversivo, el seguimiento de ciudadanos considerados subversivos, la interceptación de llamadas telefónicas y el decomiso de propaganda comunista proveniente de Cuba y de países de la llamada Cortina de Hierro.

Nuevos tiempos, viejas amenazas

El DAS, que fue creado en 1960 por Alberto Lleras Camargo, tuvo un entierro de quinta al ser desmantelado en 2009. En su lugar se creo la Agencia Central de Inteligencia (Aci). Sede principal del liquidado DAS. Foto: archivo Semana.

Muchas cosas han cambiado desde aquel agosto de 1969. El Muro de Berlín, que separaba a las dos Alemanias, cayó en 1989 y con ello el imperio socialista soviético. La llamada Guerra Fría terminó y el orden mundial comenzó a regirse más por las lógicas del mercado financiero que por las utopías ideológicas.

En Colombia también se dieron cambios significativos: a comienzos de los setenta llegó a su fin el Frente Nacional, que se constituyó en una forma de gobierno entre liberales y conservadores; se redactó una nueva Constitución Política en 1991, justo en momentos en que varios grupos rebeldes depusieron sus armas y cesaron su guerra contra el Estado para ingresar a la política; el país vio nacer y morir a finales de 1993 a Pablo Escobar, el más temido narcotraficante del mundo; y el DAS tuvo un “entierro de quinta” en el 2009 luego de verse involucrado en el escándalo de interceptaciones telefónicas ilegales a líderes de la oposición, periodistas, magistrados de las altas cortes y funcionarios de Estado considerados desleales al gobierno de aquel entonces, en cabeza del presidente Álvaro Uribe Vélez.

El DAS fue reemplazado por la Agencia Central de Inteligencia (ACI), responsable de las labores de espionaje y contrainteligencia en el país, y aunque la realidad social, política y económica se ha transformado radicalmente, preguntarse por las actividades de esa entidad implica preguntarse qué tanto han cambiado las lógicas de quienes tienen a cargo la seguridad nacional.

En ese sentido, las reflexiones de Sánchez, un hombre que durante su juventud fue objeto de seguimientos ilegales sólo por el hecho de pensar distinto, resultan tan valiosas como enriquecedoras: “Hoy cuando veo eso (lo de los seguimientos) en perspectiva histórica, digo, ¡vaya! los organismos de inteligencia, para justificar su labor, dramatizan la peligrosidad de cosas que son absolutamente inofensivas”.

Y sus apreciaciones van más allá: “Los organismos de inteligencia son organismos de inteligencia aquí y en Cafarnaúm (sic), están hechos para eso, para hacerle seguimientos a quienes consideran amenazas para el Estado. El punto es la frontera de quién es una amenaza para el Estado y quién es un crítico del Estado”.

“El problema con los organismos de inteligencia en este país -agrega Sánchez- es que cargan con una herencia muy negativa de la violencia de los cincuenta: que todo opositor es un peligro. Un funcionario del SIC que era parte del gobierno conservador pensaba que todos los liberales eran subversivos. Así de simple. Luego aparecieron los grupos armados socialistas y comunistas, y ya la sombra de sospecha comenzó a proyectarse al adversario social: el sindicalista, el estudiante de universidad pública; el líder social. Hoy continúa criminalizándose la protesta social. En últimas, el Estado construye enemigos, porque de alguna manera también le son funcionales”.

Este documento es producido por VerdadAbierta.com con base en archivos tomados del Proyecto Guerra Sorda (CODI, UdeA, 2014)